La historia de Valente Quintana

1925

El detective matamorense que investigó los casos de “La Tigresa del Martillo” -la mujer que mató a la amante de su esposo a martillazos- y el crimen de Álvaro Obregón…

Los norteamericanos le apodaron “El Sherlock Holmes Mexicano”

Redacción: Periódico El Norteño/Fuentes: El Universal, El Debate y Bertha Hernández

La historia del matamorense Valente Quintana es muy amplia, algunos medios como El Universal, El Debate y la periodista Bertha Hernández, han escrito de este personaje de los años veinte, fue uno de los policías con mejor fama de México en aquella epoca, porque él resolvía todos los casos que llegaban a sus manos, al grado que los norteamericanos lo bautizaron con el mote “El Sherlock Holmes Mexicano”.
Para el matamorense Valente Quintana, no había caso que no pudiera resolver. Una mañana, cruzó la frontera con Estados Unidos en busca de aventuras. Había nacido en Matamoros, Tamaulipas, en 1889 y acababa de terminar la escuela primaria.
Llegó a Brownsville, Texas, donde trabajó como dependiente de una tienda de abarrotes.
Acusado de robo, buscó las pruebas de su inocencia y entregó al verdadero culpable, un compañero suyo. Su primer caso resuelto, allí se podría decir, que Valente Quintana empezó su carrera de detective.
Se matriculó en la “Detectives School of America” con excelentes calificaciones para ingresar al Servicio Americano, lo que al pasar de los años se convirtió en el FBI. Fue enviado en calidad de agente a Corpus Christi. La eficacia que demostró en sus primeros casos le valió el ascenso a comandante de grupo. Pero para aceptar el cargo debía renunciar a la nacionalidad mexicana. Prefirió dimitir al puesto.
De vuelta a México, en 1917, entró a la Inspección General de Policía como gendarme comisionado. De esto existe evidencia, ya que fue entrevistado por El Universal en abril de 1925, donde recordó su estancia en esa institución:
“A fuerza de tenacidad logré ir escalando sucesivamente los puestos de auxiliar, agente de segunda, de primera, jefe de grupo, comandante de agentes y Jefe de las Comisiones de Seguridad”.
El éxito en sus trabajos le valió la fama entre sus colegas y los habitantes de la Ciudad de México y siempre decía que era de Matamoros, Tamaulipas.
Lo que él llamaba tenacidad, se traducía en la práctica en una genialidad que hubiera asombrado a sir Arthur Conan Doyle. Lo mismo se batía a duelo para salvar a un pulquero secuestrado, que se disfrazaba de leñador para encontrar a una banda de asaltantes.
Todos conocían su astucia. Cuando se retiró de la vida pública y se suscitaba algún crimen la gente solía decir: “¡Ah, si Quintana estuviera al frente de la Policía…! ¡Ah, si a Quintana le encomendaran este asunto para que lo investigara…! ¡Claro, los ladrones seguirán haciendo de las suyas, sin Quintana!”.
A principios de los años veinte la capital mexicana era pequeña. Todas las personas que pertenecían a un mismo gremio se conocían entre sí, los ladrones por ejemplo.
A su vez, todos los gremios tenían un lugar específico de reunión. Esta circunstancia la aprovechó Quintana a la perfección para llevar a cabo sus investigaciones.
De incógnito entraba a las cantinas de los barrios bajos para escuchar lo que platicaban los parroquianos. Asaltos, homicidios, secuestros, los mismos criminales confesaban al detective sus atracos sin realizarlos todavía.
Cuando la capital comenzó a padecer sus primeros robos de automóviles, Quintana dejó un “forcito” a manera de carnada en una calle principal, sabiendo que los rateros llegarían por él. Lo encontró siguiendo la marca que dejó en el pavimento una pintura que había puesto en las llantas.
Un día, Valente Quintana recibió en su domicilio 87 periódicos, propiedad del magnate R. Hearts en los que se publicaba su biografía.
Era un homenaje de la prensa norteamericana por el éxito obtenido en encontrar a Clara Phillips, “La tigresa del martillo”, una mujer que en Estados Unidos mató a la amante de su pareja a martillazos, huyendo después a México.
En la capital se escondió en la casa de unos amigos, de la que escapó cuando supo que Quintana conocía su paradero. Fue a Guatemala y después a Honduras, donde fue detenida por orden del agente tamaulipeco.
En marzo de 1925 la brillante imagen del detective más famoso de México se vio opacada por una denuncia que en su contra presentó, Víctor Castillo, alías “El Raja Pescuezos”.
El interpelado le acusó de mandar matar a Teodoro Camarena, jefe de una banda de criminales capturada por Quintana cuatro años antes.
El acusado se dejó aprehender. Confiaba que se haría justicia con él. De inmediato fue remitido a la cárcel de Belén, donde, según El Ilustrado, había envido a cien mil criminales.
Desde luego que se pensó que, estando en la misma prisión podría ser víctima de una venganza. Por eso fue encerrado en una celda aparte.
Una semana más tarde El Universal anunciaba la salida de Quintana de la cárcel de Belén. Seis días después regresó a ella, acusado de corrupción en la confiscación de mil sombreros de Panamá que entraron a México de contrabando. Una vez más salió libre de todo cargo.
Para entonces, Valente Quintana ya había renunciado a su cargo en la Inspección de Policía. Se dedicaba a fabricar aguas gaseosas en su casa. Él mismo promovió un refresco de apio, invención suya, narro en la entrevista.
Ese mismo año, El Universal, interesado por dar a conocer todas las aventuras que había protagonizado Valente Quintana, le pidió autorización para publicar en exclusiva sus hazañas. Él accedió y dictó al redactor Ignacio Muñoz sus Memorias.

Investigó la muerte de Obregón

El 17 de julio de 1928, Quintana fue llamado para investigar la identidad de un joven que se encontraba detenido en la Inspección. Había matado al presidente electo de México, Álvaro Obregón y lo único que se sabía de él era que sus iniciales eran J.L.T.
En su celda, Valente Quintana interrogó al joven, con la amabilidad (nada común entre sus colegas) que lo caracterizaba. Supo entonces que el detenido no se llamaba Juan, sino José, José de León Toral (como se puede observar en la foto principal de este texto).
Por las líneas de investigación que siguió en el caso del católico De León Toral, descubrió también la identidad de las mujeres integrantes de la Cofradía del Sagrado Corazón. Entre ellas figuraba el nombre de Concepción de la Llanta, a quien la historia conocería mejor como “la Madre Conchita”.
Un año después, en 1929, fue nombrado Inspector General de Policía del Distrito Federal por el Presidente Emilio Portes Gil.

En el año que duró su gestión formó el Escuadrón Selecto para la vigilancia del Primer Cuadro, el Casino de Policía y la Policía Femenil, primera en el mundo de su tipo.
Al concluir su periodo regresó a hacerse cargo del Bufete Nacional de Investigaciones que había fundado en 1926 y que se ubicaba en la Avenida de San Juan de Letrán.
Al frente de su Bufete resolvió todos los casos que fueron puestos en sus manos hasta su muerte en 1969.

Su fama llegó a la pantalla grande

En la entrevista que le realizó El Universal Ilustrado en 1925, Valente Quintana manifestó el peligro que para él significaban las películas de policías y ladrones que se filmaban en México y Estados Unidos.
Según él, era la mejor escuela para los criminales. Pero sus aventuras no podían menos que inspirar argumentos cinematográficos. En 1953 se estrenaron las películas El Misterio del Carro Express y El Mensaje de la Muerte, versiones basadas en investigaciones de Valente Quintana.
De su vida personal poco se sabe. Se casó y tuvo hijos, vivió en la colonia Vista Alegre y le decían el detective de Tultenco. También se desconoce el número total de casos que logró resolver.

La otra historia de Valente

La periodista Bertha Hernández, en su articulo “Las Historias de un Detective Mexicano”, describe a Valente Quintana como un legendario detective que se enfrentó a los más diversos criminales y farsantes. Desde una ancianita embaucadora y mitotera, hasta un magnicida que se rehusaba a soltar prenda.
Sí, le temían en los bajos fondos del México de los años 20 y su fama fue duradera, pues vivió hasta fines de los agitados años sesenta del siglo XX. Valente Quintana respondía al ideal del detective que por esos años flotaba en el imaginario de la cultura occidental.
Tamaulipeco, oriundo de Matamoros, de él se contaba que, apenas con la primaria terminada, había cruzado la frontera, y en Brownsville lo acusó de robo un norteamericano dueño de la tienda de abarrotes donde trabajaba. Para probar su inocencia, él mismo hizo la indagación y logró señalar al verdadero ladrón. Con eso, el muchacho no sólo limpiaba su nombre. También encontró su destino.
Dio cauce a sus habilidades en una escuela, la “Detectives School of America” y habría trabajado con las autoridades estadunidenses. Así fue ascendiendo y ganando experiencia. Pero para nombrarlo comandante de grupo se requería que renunciara a su nacionalidad mexicana. Entonces, Quintana decidió volver a México.
Regresó en 1917. Tenía 27 años y solicitó empleo en la Inspección General de Policía. Era, al principio, un policía de crucero. Pero un par de años más tarde solicitó su cambio a las comisiones de seguridad, donde pudo mostrar sus habilidades como detective.
Cuatro años después de su ingreso a las fuerzas policiacas capitalinas, se hizo famoso, al detener a los autores del atraco al tren de Laredo, que había causado un escándalo por el enorme botín —nada menos que 100 mil pesos en oro y en plata— y por la gran violencia con que se había cometido; los criminales mataron a ocho soldados y a dos civiles.
Resolver el caso le valió a Quintana su ascenso a la jefatura de las Comisiones de Seguridad de la Inspección General de Policía del Distrito Federal.
Sus colegas estadunidenses comenzaron a llamarlo El Sherlock Holmes mexicano, un año después de su primer gran triunfo: Quintana logró detener a un banquero norteamericano prófugo, J. L. Armfield, culpable de un fraude por 300 mil dólares. Con la policía de su país pisándole los talones, Armfield había logrado escapar a territorio mexicano. Quintana lo atrapó aquí.
El detective mexicano resolvió numerosos casos: robos de toda índole, algunos muy sonados, como el cometido en el hogar de los descendientes del Marqués de Jaral de Berrio, o la oleada de robos perpetrados por un dueto de maleantes conocidos en el rumbo de Santo Domingo como Los burros. Pero además de Los burros, fueron presas de Quintana El Charrascas, El Flaco, El Gendarme y muchos más, culpables de toda clase de ilícitos.

DUELO DE ANTOLOGÍA

Era inevitable que las habilidades del detective Quintana llamasen la atención de uno de los personajes más extravagantes del México de los locos años veinte: Concepción Jurado.
Más conocida por su otra identidad: el majadero, atrabancado, prepotente y asquerosamente rico Carlos Balmori, compadre del rey de España, comandante de los tercios marroquíes, que gustaba de desafiar a duelo al primer incauto que se le pusiera enfrente y a cortejar, a fuerza de cheques con muchos ceros, a las simpáticas y audaces flappers que revoloteaban a su alrededor.
Ya se han narrado en Historia en Vivo las pesadísimas bromas y engaños que la señorita Jurado, una dulce anciana en aquellos días, solía gastar a los personajes más encumbrados del país, quienes, lejos de guardarle rencor eterno a doña Concepción, y pasado el sofocón, se convertían en cómplices de aquellos montajes que tenían nombre propio, balmoreadas, y sus ejecutores, balmoreadores.
Pues bien: el detective Quintana pasó a engrosar la lista de víctimas de Jurado-Balmori. Al coincidir en una reunión, el estridente millonario le confió al investigador que una mujer, vestida de hombre, le robaba cantidades escandalosas de dinero, cada noche, en una de sus fábricas mexicanas.
Estaba seguro, agregó el magnate, siempre vestido con amplia gabardina, gazné y sombrero encasquetado, que esa mujer se encontraba en ese mismo salón donde conversaban. Prometió a Quintana convertirlo en un hombre rico, si desenmascaraba a aquella delincuente.
El detective puso manos a la obra: escrutó a detalle a cada uno de los invitados. Ninguno escapó a su cuidadosa observación. Pero por más que se esforzó, no encontró a la misteriosa mujer disfrazada.
Terminaba la velada, y Quintana hubo de reconocer su derrota. Balmori actuó como siempre: a gritos. Regañaba al desconcertado investigador, al tiempo que iba despojándose del sombrero, de la gabardina y del mostacho: quedó ante Valente Quintana una viejecita que, muerta de risa, le anunciaba que era un balmoreado más.
En ese duelo formidable, Valente Quintana había sido derrotado.

UN ASESINATO, UN MAGNICIDA.

En muchos otros casos Valente Quintana corrió con mejor suerte. En 1926 dejó la policía para establecer su despacho privado, el Bufete Nacional de Investigaciones Valente Quintana, con oficinas en la céntrica avenida San Juan de Letrán.
A pesar de haberse retirado del servicio público, muchas veces fue llamado para colaborar en el esclarecimiento de casos importantes, como el asesinato del revolucionario cubano Julio Antonio Mella. Tocó al detective interrogar a Tina Modotti, fotógrafa italiana, pareja de Mella.
Aunque Quintana fue amigo cercano del general Arnulfo R. Gómez, uno de los dos militares que habían aspirado a disputarle la Presidencia de la República a Álvaro Obregón que ambicionaba reelegirse, fue llamado por el Centro Obregonista, para solicitarle se hiciera cargo de las investigaciones del atentado contra el general manco, ocurrido en 1927.
En aquel atentado, las autoridades actuaron con celeridad; capturaron y fusilaron a los presuntos responsables, y, de paso, inculparon y llevaron al paredón al jesuita Miguel Agustín Pro. Pero los obregonistas no estaban satisfechos. Deseaban saber qué responsabilidades habían tenido cada uno de los fusilados y las razones por las cuales habían sido ejecutados con tanta prontitud.
El detective indagó: pudo establecer la culpabilidad de todos, menos del padre Pro. A la policía capitalina no le gustó la indagación paralela, y mucho menos que Quintana advirtiera que Álvaro Obregón corría peligro de ser asesinado.
En desquite, comenzaron a perseguir al detective: le prohibieron trabajar en México, y cuando Quintana se disponía a marcharse a Sudamérica, en el verano de 1928, mataron a Álvaro Obregón. Entonces, el detective no se marchó: el presidente Plutarco Elías Calles deseaba que se hiciera cargo de la investigación.
Pero medio mundo quería estar en la investigación. Obregonistas y callistas ya habían maltratado al sujeto atrapado en el restaurante La Bombilla, y aquel dibujante se había encerrado en el silencio.
Quintana, como si fuese un preso más, permaneció tres horas junto a José de León Toral, sin poderle sacar ninguna declaración. Sólo al día siguiente, cuando todo mundo se había dado por vencido, el detective pudo empezar a trabajar.
Valente Quintana siguió con su despacho, y durante la presidencia de Emilio Portes Gil volvió al servicio público como Inspector General de Policía del Distrito Federal.
Aunque se le acusó de corrupción, jamás disminuyó su prestigio, y aún en la década de los sesenta seguía resolviendo crímenes desde su despacho, siempre fue “un perro de caza”. Aun en esos días de cambio, mirar al detective era como adentrarse en las leyendas, a punto de desvanecerse, de los primeros tiempos del México posrevolucionario.