Agencias
A diferencia de México, donde hasta ahora ningún grupo del crimen organizado ha manifestado su intención de entregarse a la justicia, en Colombia hay uno, La Oficina, que busca un acuerdo con el gobierno para desarmarse, desmantelar sus negocios ilícitos y pagar por sus crímenes.
En Colombia ya hay antecedentes de pactos gubernamentales con organizaciones del crimen organizado. El más recordado es el que se hizo con el Cártel de Medellín en los 90, a través del cual el jefe de ese grupo, Pablo Escobar, se sometió a la justicia.
El caso de Escobar salió mal, porque el narcotraficante siguió manejando sus negocios de droga desde la cárcel La Catedral, la cual él mismo mandó a construir. Incluso ejecutó en el interior del penal a sus socios Fernando y Mario Galeano y Gerardo y William Moncada.
El 21 de julio de 1992, cuando el Ejército puso en marcha un caótico operativo para trasladar al capo a una prisión militar, él y sus hombres se fugaron. Un año y cuatro meses después, Escobar fue ejecutado en una casa en Medellín.
La Oficina, la organización armada urbana más poderosa de Colombia, es precisamente una creación de Escobar. La fundó en los 80 para agrupar a todas las bandas de Medellín y fue durante años su brazo armado. Desde entonces, ha mutado y subsistido.
Tuvo una etapa paramilitar en la que colaboró con la policía y el Ejército para exterminar a las células urbanas de las guerrillas que estaban presentes en las comunas de Medellín. Nunca ha sido ajena a ninguna de las rentas criminales que se generan en esa ciudad colombiana y en nueve municipios colindantes.
Hoy La Oficina es una confederación de bandas con una dirección colectiva que establece las reglas operativas del crimen en Medellín y su zona metropolitana y que cobra un porcentaje de todos los negocios ilegales que se realizan en esa urbe: desde microtráfico hasta cobros por deudas de transacciones de drogas.
“Ocho”, un vocero designado por la dirección colectiva de La Oficina, dijo a la revista Proceso(edición 2182) que la organización está dispuesta a acogerse a la justicia, desarmarse y desmantelar sus negocios a cambio de una rebaja de penas para sus integrantes e inversión social y empleo en los barrios donde están sus bases.
Un proceso de esta naturaleza podría generar una reducción significativa de la violencia en Medellín, la segunda ciudad colombiana y donde este año se ha registrado un aumento del 20% en el número de homicidios.
El alcalde de la ciudad, Federico Gutiérrez, reaccionó a la propuesta de ”Ocho” advirtiendo que él no negociará con delincuentes. “La opción con cualquier estructura criminal no es la negociación sino el sometimiento”, aseguró.
Pero en realidad no es el acalde al que le corresponde pactar una salida legal para propiciar la entrega a la justicia de integrantes de grupos armados como La Oficina, sino al gobierno nacional y al Congreso, que es donde se hacen las reformas legislativas que se requieren para este tipo de procesos.
Con frecuencia ocurre que el crimen organizado se enfrenta a Estados desorganizados. No solo cuando estos combaten estructuras ilegales, sino cuando se trata de dar respuestas novedosas a problemas tan complejos como el narcotráfico y la violencia que este fenómeno delictivo produce.
Los gobiernos suelen actuar con medidas coyunturales y no con estrategias de largo plazo frente al crimen.
En los 90, el gobierno de Colombia propició la entrega de Pablo Escobar y de otros jefes del Cártel de Medellín –como los hermanos Ochoa Vásquez– a través de un decreto presidencial que les otorgaba a esos capos un trato judicial benigno: un máximo de ocho años de cárcel y la garantía de no extraditarlos a Estados Unidos.
Los hermanos Jorge Luis y Juan David Ochoa Vásquez, socios de Escobar, se entregaron a la justicia en 1991 en el marco de ese decreto y salieron en libertad cinco años después. El primero aún vive en su finca cerca de Medellín. El segundo murió de un infarto al corazón en 2013.
La política criminal, una respuesta
El activista humanitario y experto en crimen urbano, Luis Fernando Quijano, piensa que cuando un grupo criminal quiere entregarse a la justicia a cambio de beneficios judiciales hay que tomarle la palabra y darle una salida en el marco de la ley.
Estados Unidos, que tanto presiona a América Latina en materia de lucha contra el narcotráfico, contempla en su legislación beneficios judiciales para quienes cooperen con la justicia.
Tan es así, que muchos narcotraficantes colombianos solicitados en extradición por Estados Unidos prefieren entregarse a la justicia de ese país que hacerlo en Colombia.
A cambio de delaciones y de entregar parte de sus fortunas al Tío Sam, han cumplido unos cuántos años de cárcel y han salido a disfrutar la plata que les quedó de sus años en la ilegalidad. Muchos, incluso, se quedan en Estados Unidos con sus familias con permisos de residencia pactados de antemano.
Cuando una organización criminal quiere acogerse a la justicia a cambio de rebajas de penas al menos hay que ver si las legislaciones nacionales tienen respuestas y, si no, debatir la pertinencia de legislar al respeto.
Los incentivos legales para propiciar justicia siempre han existido.
En Colombia, hay legisladores de diferentes corrientes políticas dispuestos a expedir una ley para la entrega de los integrantes de La Oficina.
El asesor legal de la dirección colegiada de La Oficina, Ricardo Andrés Giraldo, considera que “es necesario darles a estas organizaciones salidas legales para romper el ciclo de violencia” y afirma que la actual estrategia para combatir el delito no está dando resultados.
Giraldo plantea impulsar una ley que permita a todos los “actores del conflicto armado urbano” de Colombia acudir a la justicia, confesar sus crímenes, abandonar sus negocios ilícitos y recibir, a cambio, penas de entre cinco y ocho años de prisión, en el caso de delitos comunes, y hasta de 10 años en los casos de crímenes de lesa humanidad, como secuestro, ejecuciones y tortura.
Propone, además, incentivos como que los condenados puedan cumplir sus penas en granjas agrícolas, y que se limite la admisión de solicitudes de extradición a Estados Unidos a los delitos que se hayan cometido después de que haya entrado en vigor la eventual legislación.
Él cree que con este marco legal se propiciaría que en Medellín y otras ciudades de Colombia con alto niveles de criminalidad haya un “acogimiento” a la justicia, individual y colectivo, de integrantes de estructuras delincuenciales que generan violencia y terror entre la población.
La experiencia colombiana puede ser un referente del proceso que se ha echado a andar en México para buscar la paz del país con estrategias de combate al crimen alternativas a las tradicionales.
Al mismo tiempo, lo que ocurra en México en materia de pacificación también puede aportar elementos a considerar en Colombia.
Los dos países –junto con los centroamericanos—son los que más alto precio han pagado en la lucha global contra el narcotráfico. Por eso tienen toda la autoridad para ensayar fórmulas novedosas, y siempre en el marco de la ley, para combatir ese y otros fenómenos delictivos.
Lo que se haga en ese sentido es parte de la política criminal que cada país decida diseñar y poner en marcha. La política criminal es un principio de organización del Estado frente a las diferentes conductas delictivas. El jurista argentino Alberto Binder la define como “una forma de violencia estatal organizada”.
La Corte Constitucional de Colombia definió en 2001 la política criminal como “el conjunto de respuestas que un Estado estima necesario adoptar para hacerle frente a conductas consideradas reprochables o causantes de perjuicio social con el fin de garantizar la protección de los intereses esenciales del Estado y de los derechos de los residentes en el territorio bajo su jurisdicción”.
Las respuestas, señala la Corte, pueden ser sociales, jurídicas, policiacas, penales, económicas, culturales, administrativas, tecnológicas y, desde luego, políticas.
El sociólogo y abogado italiano Alessandro Baratta consideraba que la política criminal es una herramienta de los Estados para prevención y enfrentar el delito, y hacer frente a sus consecuencias.
México y Colombia pueden echar mano de todas las herramientas que sus legislaciones les permitan –y que se enmarquen en el derecho y la normatividad internacionales– para dar respuesta a fenómenos criminales que no han podido resolver con estrategias convencionales.