Rusia salió en defensa del régimen del Presidente sirio, Bashar al-Assad, al que se señala por el bombardeo, y mostró otra vez su poder de bloqueo en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
El Kremlin acusó contra toda evidencia a los rebeldes de haber ocultado armamento químico, y que fue un bombardeo de parte de Siria contra el armamento lo que resultó en las trágicas muertes.
No sirvió que los observadores en la zona lo desmintieran o que Washington sostuviese la autoría del régimen.
Con el rechazo ruso, la resolución se estancó y quedó lista para correr la misma suerte que la que en febrero pretendió sin éxito imponer sanciones al régimen por sus demostrados ataques con gas cloro a tres posiciones rebeldes en 2014 y 2015.
Estados Unidos, Francia y Reino Unido negaron la versión rusa.
«Mi actitud con Al-Assad ha cambiado mucho. Se han cruzado líneas rojas», declaró Donald Trump.
«El ataque químico perpetrado contra inocentes, entre ellos mujeres, niños y bebés, no puede ser ignorado por el mundo civilizado, lo condenamos», añadió.
Su Secretario de Estado, Rex Tillerson, se sumó.
«Así opera Al-Assad, con brutalidad y barbarie. El uso de armas químicas contra su propio pueblo revela un desprecio fundamental contra la decencia humana».
Sin embargo, tampoco pidió la caída del régimen.
Tampoco el gesto de apoyar a Francia y el Reino Unido en una propuesta de condena e investigación en el Consejo de Seguridad de la ONU tuvo efecto.
En Washington se sabía que estaba condenada de antemano.
«Para Trump Assad no es una prioridad. Obama tenía la misma política, pero nunca la admitió y jamás se enfrentó a las implicaciones. De algún modo esperaba que el proceso de Ginebra generase un nuevo Gobierno por la vía diplomática, lo que era un simple deseo», explicó Michael O’Hanlon, profesor de Princeton y codirector del Centro para la Seguridad e Inteligencia del think tank Brookings Institution.
En esta línea, la Casa Blanca dio pruebas de su determinación y, en plena espiral por las imágenes de los niños agonizantes, llamó a reconocer la realidad política que existe en Siria .
Tillerson dio un paso más y delegó el papel de vigilante en Rusia e Irán, a quienes pidió que ejerzan su influencia sobre el régimen sirio. Este giro ya se advirtió hace días cuando el Secretario de Estado, que la próxima semana viaja a Rusia, admitió que la suerte del Presidente Al-Assad tiene que ser decidida por el pueblo sirio, precisamente la tesis defendida por Moscú y que, de materializarse en unos comicios, aboca casi con seguridad en su reelección.
Pero la verbalización más clara de la nueva política llegó de la mano de la enérgica embajadora de Estados Unidos en la ONU , Nikki Haley, una voz que no deja de crecer en asuntos internacionales ante el bajo perfil de Tillerson.
«Uno escoge sus batallas. Y en este caso nuestra prioridad ya no radica en sentarnos y expulsar a Al-Assad», proclamó.
Luego, en el debate del Consejo de Seguridad se mostró mucho más dura y volvió al juego del doble rasero. Mostró fotos de niños muertos y lanzó un furibundo ataque.
«Estamos ante un nuevo golpe del régimen sirio y Rusia no puede seguir escurriendo la responsabilidad. Si no se hace nada, estos ataques seguirán. Cuando los miembros fracasamos al actuar de forma colectiva, a veces nos vemos forzados a emprender nuestra propia acción», amenazó.
Acabado su discurso, la resolución de la ONU quedó estancada. Otra vez.